El mundo corporativo ha sido algo apasionante desde siempre para mí. Si bien mi camino profesional empezó en la consultoría legal, desde allí tuve la oportunidad de observar las necesidades más profundas de las personas. Con el tiempo me fui involucrando en más y más temas que iban más allá de lo legal, llegué a liderar iniciativas de Inclusión y Diversidad, un mundo amplio, pero poco conocido, hasta que vino la pandemia con todos sus efectos sobre la salud mental, un mundo que más allá de los diagnósticos, traía una puerta abierta para que muchos pudiéramos entrar con tranquilidad en donde antes nos era negado.
Identidades sexo genéricas, madres solteras o cabeza de hogar, personas en condiciones de discapacidad física o cognitiva, mujeres en juntas directivas, todas las generaciones juntas en un equipo de trabajo y una cultura de -sin miedo al error- fueron creciendo como el fuego en algunos entornos laborales, sin embargo, seguí encontrando personas con miedo a mostrarse a sí mismas.
Recuerdo que empecé a cuestionarme las razones de manera reiterativa, así que un día llegó un libro a mis manos que me permitió ponerle nombre a lo que no comprendía. Me encontré de frente con una herida que también yo había cargado y que me reflejaba mucho esa necesidad de liberación de tantas personas con las que compartía: el rechazo.
Nace indiscutiblemente en nuestro entorno primario, padres, infancia, cuidadores. ¿Qué hay de malo en ser quién soy? Imagino preguntándose a una niña que su mamá esperaba que fuera un niño para por fin complacer a su papá. Esto es un ejemplo entre mil existentes y quizás de los más básicos, sin embargo, determinante para desconectarnos de nuestro valor.
En la vida adulta el rechazo se amplifica, lo dispara algo tan simple como que no te saluden, que alguien no te tenga en cuenta, que saquen a bailar a otro y no a ti, que simplemente te pongan un límite o te digan no, sin que se trate de algo personal. Si bien pueden existir situaciones puntuales o específicas, cuando menos lo piensas, sale a flote. Considero que de todas las heridas, llega a ser una de las más crueles, hay una sensación de insuficiencia y de exclusión latente; te limita, te apaga, te aleja, te aísla, te silencia y por último, hace lo que sea por que puedas encajar. ¿Cuál es la consecuencia? Esconderte dentro de ti mismo, crear una armadura de protección tan fuerte, donde puedas ser impactado lo menos posible.
Salir de allí requiere entrega, sumergirte en el dolor de lo inevitable, de cada palabra que no ha querido ser escuchada y de cada recuerdo que fue mejor olvidar. Desde mi punto de vista encontrar un camino terapéutico es determinante para regresar a la luz que somos y que nunca se apagó, elegir con sabiduría una mano que nos acompañe a darnos cuenta que lejos del juicio y de la expectativa ajena, no hay problema en ser quienes somos, que la divinidad no se equivoca y que no puede haber un error en lo que elegimos experimentar aquí en la tierra. La inteligencia del alma es infinita y siempre estará disponible para guiarnos a nuestra plenitud, solo debemos recordar, aunque nos cueste tanto, que ella ya sabe el camino, que somos guiados y que más allá de nuestras elecciones y experiencias, el derecho a pertenecer se mantiene intacto.
Juliana Blanco M.