TRABAJO, NUESTRO MISMO UNIVERSO.

¿Es posible dejar una parte de nosotros en casa y recuperarla cada vez que regresamos de nuestro lugar de trabajo? ¿Es posible que debamos ser unos mientras estamos en nuestro horario laboral y luego nos transformemos cuando acaba? Considero que hace algunos años era posible, pero actualmente, los seres humanos estamos atravesando por momentos únicos de cuestionamientos sobre lo que es importante para cada uno, impidiendo que, como pasaba en años anteriores o con otras generaciones, podamos dividirnos en una o más partes en determinados escenarios.


Crecí escuchando y recibiendo consejos de varias personas, que siempre me indicaban la importancia de no mezclar los asuntos, en especial, cualquier cosa relacionada con mis emociones en mi lugar de trabajo, con mis compañeros o con mis superiores. Debido a esto, como si se tratara de un traje especial, yo me ponía mi ropa, me iba a la oficina y por muchos años me sentía disfrazada de alguien que aspiraba a la perfección, agradar a todos, ser eficiente el cien por ciento del tiempo, sobresalir, trabajar en equipo, pero sobre todo: luchar por lo que entonces consideraba injusto.


Ese concepto de injusticia, sin saberlo entonces de manera consciente, era el motor no solo de mi rol como abogada si no de mi energía en cualquier lugar. Libré batallas por sobrecarga de tareas, por recibir menos dinero que mis jefes y ejecutar el trabajo de principio a fin, por tener menos reconocimiento que otros y lo peor, por no ascender cada que yo lo consideraba oportuno. Puedo asegurar que para mí casi todo era injusto, entonces apelando al traje que me hacía aspirar a la perfección, acumulaba y acumulaba sensaciones, sentimientos y emociones que me frustraban, que no me permitían expresarme de manera adecuada y al final, estallaba; hacía comentarios a las personas que no correspondía, me quejaba el noventa por ciento del tiempo, nada me llenaba, si había una mejora, no me era suficiente nunca. Siempre quería más, de lo contrario, era injusto conmigo y con la persona perfecta que aspiraba a ser a través de mi trabajo.


Pasé cuatro cartas de renuncia en once años por las mismas razones, hasta que me di cuenta que mi entorno de trabajo, no era un lugar ajeno a mi vida y a lo que había vivido desde siempre en mi entorno familiar ¿era posible?, ¿acaso no era yo esa persona que había aprendido a escuchar que la las emociones se quedaban en casa? Por lo visto no aprendí y no escuche. Por más que lo intentaba, no lograba ser dos personas, así que tuve que escapar de la dualidad en la que vivía intentando ser alguien que no podía ser.


Resulta que esta mezcla de perfección y justicia que quería evocar en mis lugares de trabajo, no era más que la consecuencia de algunos episodios de mi vida con mis padres, entonces comprendí que no había forma de que yo fuera una sin mis emociones y mucho menos sin mi historia de vida, esa iba conmigo a donde yo fuera. Tuve que detenerme durante meses y comprenderlo, buscar nuevas vías de apoyo terapéutico y guía para construir un camino en el que me sintiera a gusto, reconciliarme con quien correspondía y limpiar mi mirada.


Ahora como observadora y canal permanente de escucha para las personas, reconozco a la Juliana que fui para entonces en muchas de ellas. Les agradezco exponer su vulnerabilidad, las comprendo y mi alma sin dudar las abraza por que comprende lo que eso significa. Nuestro lugar de trabajo puede llegar a serlo todo cuando estamos vacíos de otras cosas y puede llegar a ser el enemigo más grande, cuando no conocemos la verdadera guarida de nuestros miedos escondidos.